Lo conocemos. En los libros de historia, en el zoológico,
inadaptado, cuando pensamos en cosas grandes y de singular forma
vemos su silueta en la televisión, en algún programa educativo.
Elefante de una vida; compleja aventura llena de retos personales.
Dentro de su piel seca, grandes orejas, ojos pequeños que parecen
perderse en la majestuosidad de su cuerpo y aquellos colmillos de
marfil vírgenes. Se adapta la vista de la sabana o la selva de
la India, viven en una tregua total en relación con el hombre.
Se ha dejado marcar y montar. Fue pintado o en las paredes de los
templos, se le ha imaginado de tantas formas y tamaños: El
esoterismo lo multiplicó por siete, el cine lo deformó haciéndolo
rosa y extravagante, incluso le dieron voz cuando pareciera que él
solo prefiere quedarse en silencio. Ya no murmura en público.
Su muerte siempre es mal vista en el mundo; Las personas lo buscan
para entablar una charla con un rifle entre las manos. Pero él no
hace mucho, sabe que es difícil esconderse, en cambio, emigra lejos
hacia donde la vida corre en cada estación. No le gusta viajar solo,
gusta de escuchar los pasos de sus congéneres.
¿Los elefantes se aman? Desde la punta de su existencia hasta la
robusta trompa, sienten el menor susurro, consideran el amor como un
rito lleno de rivalidades, con fidelidad eterna. Su dolencia la
conforman cientos de sacrificios, caminos largos que van
hacia ninguna parte. Lo cierto es que son amantes propios. Reservados
y educados.
Ante la barbarie que enfrentan, recuerdan que en el fondo el
hombre nunca fué tan dejado de si mismo; nos dieron el perdón que
no se gana, ahora que sus vidas decaen en la extinción que parece
inevitable. Algunos que viven bajo el espectáculo se olvidaron de la
libertad y solo hacen presencia de un cuerpo marfil que ya está
vació.